viernes, 15 de noviembre de 2013

RUTAS POR MARRUECOS : DEL DESIERTO AL ATLÁNTICO PASANDO POR VALLES Y MONTAÑAS.


Marruecos me sorprendió. Decidí ir a visitarlo por varios motivos: el primero porque ya llevaba un mes en casa después de haber estado dos años viajando alrededor del mundo y, una vez abrazado a la familia y amigos y satisfacerme de mis sueños culinarios, me empezó a pesar la rutina del día a día en un mismo lugar y eso añadido al pesimismo reinante en España por la situación económica desastrosa a la que nos llevaron nuestros dirigentes que no supieron (o quisieron) corregir, lo que era evidente por algunos profesionales que iba pasar; el segundo motivo es que Marruecos era uno de esos países africanos cercanos a mi país a la que muchas veces había pensado visitar y la tercera importante razón fue encontrar un vuelo de ida y vuelta a Marrakech por unos cien euros. Así que para sacudirme el adormecimiento que ya empezaba a crecer en mí, subí a un avión que me llevó en pocas horas a otro mundo (como suele pasar cuando alguien viaja a África) y me introduje en todo un universo de color y de perfumes embriagadores.
Marrakech es una ciudad fascinante, atrayente, llena de vida, tanto por el día como por la noche, donde uno se divierte tan solo recorriendo sus bazares, zocos,
Tiene cientos de callejuelas laberínticas y estrechas, por donde circulan peatones, bicicletas, motos y toda clase de artefactos con ruedas o sin ellas. Y otras más tranquilas donde puedes observar a un gato sentado en una alfombra o a alguien orando el Corán.
En la plaza central uno puede tomar zumos de naranja bien baratos o comer a un precio módico. Y también puede ver un espectáculo improvisado de música, teatro o de encantamiento de serpientes.
Hay muchos locales con terrazas que se llenan al atardecer para ver la puesta de sol. 
y también se puede contemplar como tiñen las telas, en unas pequeñas pozas malolientes donde se introducen hasta más arriba de la cintura, para posteriormente elaborar sus trabajadas alfombras.

En Marrakech era finales de primavera y hacía ya mucho calor. No quiero ni pensar la temperatura del verano. Mejor no ir en esa época. Siempre había pensado que Marruecos era puro desierto pero de camino a Ourzazate (que en bereber significa “sin ruido” “sin confusión” y que es también conocida como “la puerta del desierto”) descubrí que este país me enseñaría alguno de sus secretos. Uno de estos secretos era “el Atlas”, una gran cordillera montañosa que desde Túnez pasa por Argelia y recorre parte de Marruecos. Geográficamente ya conocía el Atlas y había oído hablar de él, pero una cosa es verlo en un mapa y otra recorrerlo y presenciar su importancia en el paisaje y la vida de un país. Hay que tener en cuenta que su altura máxima es de 4.167 metros, en el sudoeste de Marruecos y que hay picos nevados hasta bien entrado el verano y esas nieves son el milagro del agua que da vida a decenas o centenares de valles del Atlas. Visité alguno de esos valles, con nombres tan sugerentes como “el Valle de las Rosas” o “de Dades”, o el “valle del Draa”, donde en medio de la aridez de un desierto sin compasión aparece una explosión de vida exultante y cautivadora.
Recorrer las sinuosas carreteras del Atlas y de estos valles fue una bonita experiencia para mi. A veces mucha gente me pregunta si habiendo viajado tanto y conociendo tantos países todavía consigo emocionarme y mi respuesta siempre es afirmativa.
Muchos países tienen paisajes parecidos. De hecho, Marruecos tiene muchas similitudes con países que ya conozco como Argelia o Egipto, pero cada uno tiene sus particularidades que le dotan de una personalidad propia, algo que, si afinas los sentidos, siempre te fascinará. En Marruecos esa fascinación, en gran medida, me la provocó el Atlas.
¿Y sino alguien podría imaginarse en un territorio dominado por el desierto unas cascadas tan bellas como éstas? Son producto de las montañas del Atlas y su nombre es de Cataratas de Ouzoud.
En los valles que recorrí, los palmerales de dátiles le dotaban de un verdor y un frescor que apreciabas la importancia del agua en un lugar del mundo tan árido y desértico. Hubo momentos en mi viaje que apacigüé el calor sofocante de la ruta con un baño en alguno de los ríos que bañaban esos valles maravillosos, o que descansé en algún oasis de palmeras a modo de gigantes sombrillas naturales para conseguir un poco de sombra. Y después de recorrer diferentes valles, pueblos, me llamó la atención los Kasbah (enormes castillos construidos con la misma tierra roja del desierto) como este magnífico de la fotografía que es la de “Ait Ben Haddou” a 192 km de Marrakesh.
Recorrerlos es como trasladarse a otra época.
Gracias a mis estudios de francés en mis años académicos, me moví con bastante soltura por el país. Con tanta soltura que incluso pude que sobornar a un policía. No me enorgullezco de ello pero en algunos países si no te espabilas te pisotean. El hecho fue que en Marruecos circulan fatal, no respetan ninguna norma de circulación, pero si eres extranjero te miran con otro rasero y en un momento que me quité el cinturón por el calor (y siempre lo llevaba puesto) me pararon y me amenazaban con una multa exageradísima para el país. Con mi francés le dije que no tenía tanto dinero (obviamente no era cierto) a lo que el policía, que ya se debía conocer la excusa, tomó mi permiso de conducir y me dijo que no me lo devolvía hasta que le pagase. Le dije que tenía que sacar dinero en un cajero y luego añadí que era un turista con pocos recursos, que iba a dormir a un camping y que se fijase en el vehículo que tenía, el más barato de todos. Le debí dar pena porque me dijo que cuanto quería pagar, así que me quedé pensando unos segundos y bajé la cantidad en cuatro veces y aceptó. Como era de suponer tomó el dinero y no me hizo ningún documento de denuncia ni nada, fue directamente a su bolsillo.
Así, entre montañas, valles y largas carreteras con espejismos provocados por el calor llegué a Merzouga, en las dunas del desierto y a pocos kilómetros de Argelia, al este de Marruecos.
Allí, entre ese mar de arena anaranjado si que hacía calor. Había horas del día que era imposible salir a la calle. Por eso las posadas del lugar disponen todos de espacios para descansar en la sombra y de alguna piscina donde bañarse cuando el sol está más alto. Para subirme a las dunas del desierto y poder contemplar el océano de arena del Sahara tuve que ir unas horas antes de la puesta del sol y todo así acabé con todos mis recursos de agua y mis fuerzas, pues no es lo mismo caminar sobre suelo firme que sobre la arena que se te hunde a cada paso. No obstante, como muestran las fotografías, el espectáculo valió la pena.
Y por último, de las dunas del desierto, me fui hacia el oeste, recorriendo algún valle más y llegando a la bonita ciudad de Eussauira, a orillas del Atlántico.
Un atrayente lugar de calles estrechas en un recinto amurallado junto al mar y con largas playas por donde caminar.
Una buena despedida del país.
Y después de Marruecos renacería mi fiebre viajera, no tardaría en volverme a ir, en unos escasos diez días rehice mi mochila partiendo hacia Centroamérica, desde allí os relato interesantes aventuras. Os escribo desde Guatemala. Buenas noches y buenos viajes.

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